Comparto con ilusión unas reflexiones en torno a la creación poética, escritas en vísperas de la mesa redonda ("Una poética genealógica") que se celebró el 17 de mayo en la Feria del Libro de Granada.
ESCRITURA Y GENEALOGÍA
(Marina Tapia)
Qué maravilla sería poder recoger lo mejor de todas las épocas y corrientes, lo más cardinal, ser una especie de puente donde confluyan las voces de poetas de ayer y de hoy a las que admiro. Qué sueño más hermoso el de construir una creación que se sustente en todos los movimientos literarios, que beba de ese impulso férreo de las mujeres escritoras que elevaron su canto en medio de sociedades que las invisibilizaban. Hacer literatura con alma, conmovedora, capaz de deslumbrar a la mente en su cercanía, comunicando de forma natural pero dejando, a su vez, ese regusto de tiempo y misterio. Deseo poder rendir un sincero homenaje, con los humildes textos que escribo, a esa genealogía de voces anteriores que me guían.
Escribo para relacionarme de una manera activa con el mundo, para seguir abordándolo con los ojos de una niña entusiasta que dialoga con la realidad, que fija sobre el papel pequeños momentos-tesoros (como una coleccionista de sensaciones). Escribo porque siento las palabras como una masa elástica y moldeable, capaces de retratar paisajes o acontecimientos únicos e irrepetibles. Hay un enfoque lúdico y gozoso en mi trabajo. Hay una disposición que nace de un cuerpo receptivo e impresionable. Pura carnalidad. Si después el intelecto releva a la emoción al corregir los textos (cuando pulo el poema y quito repeticiones, y perfecciono lo contado) es por el profundo respeto hacia el lector y hacia la palabra. Pero ¿cómo negar que la sensualidad es la verdadera artífice de mis creaciones?, ¿cómo ocultar que me dejo acunar por el ritmo, que me embriaga esa musicalidad de las sílabas y sus acentos, que me apasiona allegar términos opuestos o que mastico gustosa localismos y palabras en desuso? Y en este trance sensorial en el que me sumerjo, me siento más conectada a mis orígenes, a lo que significó alguna vez la palabra en voz alta, a la lengua materna, a la oralidad. Me dejo llevar por esa vocación de rito que late en lo profundo del lenguaje.
La manifestación de este impulso se dio desde muy pequeña en mí. Con siete años ya memorizaba textos y los recitaba en voz alta para otros, era maravilloso cómo la partitura del poema llenaba el espacio y la atención. Y ya a los nueve años comencé a escribir versos. Mi primer poema lo dediqué al mar y el segundo a Gabriela Mistral, poeta chilena a la que siempre he admirado. Tuve la suerte de nacer y de criarme en un país muy vinculado al recitado de textos. Eran habituales los festivales de declamación, las tonadas y pallas en los autobuses, en las fiestas de las ramadas, en las escuelas, en las plazas; en todos los espacios públicos siempre estaba presente ese verso dicho con sentimiento y picardía, esa seguidilla de enumeraciones armoniosas. En mi familia el arte formaba parte del día a día, tanto mi padre como mi madre favorecieron nuestras inquietudes artísticas e incluso realizamos varios recitales en familia, además de las exposiciones y las obras de teatro donde todos los miembros del clan participábamos. Poesía como pan tibio y sabroso compartido en la mesa cotidiana. Poesía como forma natural de relacionarse y de tender puentes. Poesía que llenaba las estanterías de las numerosas casas transitadas, poesía que tutelaba nuestros mundos interiores.
Y a ese momento del arrebato poético se suman las manos describiendo pequeños círculos en el aire para atrapar las palabras, el tronco balanceándose para asir la textura de una idea, marcando el ritmo con los dedos, dirigiendo una orquesta invisible de voces. La creación tiene forma de poliedro, participan en su dibujo todos los sentidos −y cierta intuición−, participan los vocablos y el silencio. Y éste último tiene un papel decisivo: el lenguaje se compone también de lo que se calla, de esos espacios en la hoja en blanco.
A partir de mis cuarenta años, me sedujo la idea de ser transportada a un cosmos particular, de adentrarme en un campo determinado, de transitar un solo bosque para componer un poemario. Fui realizando libros unitarios, que abordaban una sola temática y sus múltiples ramificaciones. Es así como mi primer libro, “50 mujeres desnudas” abordó el tema de las identidades y los roles impuestos a la mujer; en el “El relámpago en la habitación” traté de cantar al erotismo de una manera sutil y elegante; con “Marjales de interior” me adentré en las cuatro estaciones de la Vega granadina; en “Jardín imposible” experimenté con elementos fantásticos y botánicos; en “El deleite” me acerqué al amor de una forma más clásica; en “Bosque y silencio” realicé una aproximación a la mística de la naturaleza; en “Corteza” quise revisar mi pasado y sus condicionantes; con “Un kilim de palabras” rendí tributo al lenguaje y a otras escritoras; y con “Islario” planteé una especie de diario de viajes escrito en verso.
Quizás esta tendencia a sumergirme en un planeta semántico se la debo a mi vinculación con la pintura, en la que se realizan series para agotar las posibilidades de una idea. Y es delicioso llevar al terreno que se desea todo lo que lees, todo lo que observas, todo lo que anotas, y poder captar −como una esponja ávida− los elementos del paisaje, de las personas, de las cosas que comulgan con la senda que describes.
Creo que la inspiración se nutre (en mi caso) con los pasos, con el lanzarme a distintos caminos, con el cambio de escenarios. Aunque también escribo en lugares cerrados como en una cola del banco, en una biblioteca, en mi habitación o en la cocina, es al aire libre, en los espacios abiertos donde soy consciente de ese juego de luces que nos envuelve, de los matices del color de la vida que nos contiene y estimula.
Cada vez que comienza a perfilarse un poemario en mi cabeza, siento ese cosquilleo feliz, esa ilusión chispeante, esa expansión mental y mi pareja reconoce mi estado y me dice ¡ya estás embarazada! Así es, quizá la maternidad sea la comparación más acertada con respecto al proceso creativo. Y es importante que la “hija” o “hijo” nazca, pero esos simbólicos nueve meses de euforia, de trabajos y desvelos, de perpetuos apuntes y correcciones, de leer en voz alta (casi siempre en la naturaleza) lo que llevo escrito es, verdaderamente, un goce carnal y mental. El motor de mi felicidad han sido −tantas veces− estos afluentes secretos que irrigan lo que piso.
El acto de escribir es placentero para mí, es degustar cada sabor sutil que me presenta la existencia. Es poner en segundo plano mis anécdotas personales, amores o desamores, cotidianidades grises. Es volar o bucear, volviéndome pequeña ante un universo rico e inmenso. Si parte de mi vida habita en mis poemas, es porque he partido de hechos particulares para intentar hermanarme con otras voces, unirme a nuestro dolor universal para luego trascenderlo, para buscar la hondura. Mi deseo último es desaparecer en el lenguaje, ser aquella que observa, que vigila los cambios, que atesora detalles para luego regalarlos (casi como una ofrenda) a sus iguales.
Si la poesía en nuestra adolescencia se inicia vinculada al diario de vida, al desahogo, a la rebeldía, poco a poco una se va tomando menos en serio, es capaz de reírse de sí misma, de cuestionarse, de poner en duda alguna que otra sensiblería y, con la adultez, el paisaje y el paisanaje cobran más importancia. Con el tiempo, una será capaz de volverse un conducto por el que circula la realidad, de ser feliz en el ejercicio del “nosotras”, y en las parcelas de lo sosegado. Por lo menos en mi caso. Cada escritor tiene su camino, su fuego que le quema, sus motivos de asombro.
Cuánto le debemos a nuestras primeras lecturas. Es como una música que queda en el fondo, en el inconsciente, de la cual nunca nos apartamos. Mi primeras melodías poéticas vinieron de la mano de Gabriela Mistral, de Rubén Darío y de Alfonsina Storni. Aprendí de memoria muchos de sus poemas que todavía recuerdo. Cada uno educó mi mirada y me siguen nutriendo hasta ahora. De Gabriela admiré cómo los paisajes y los objetos más simples adquirían una profundidad asombrosa, de Rubén la vistosidad del ritmo y el lenguaje, de Alfonsina su valentía para hablar −sin autocensura− del dolor y de las injusticias que sufrimos las mujeres.
Deseo llegar a ese punto donde mi voz alcance un estado único de depuración y belleza, lograr que no sobre ninguna palabra en un texto, que todas estén allí porque son necesarias, brillando y aportando calor y verdad a lo que se cuenta.
Llevo décadas moviendo lapiceros por papeles y libretas, y muchas más imaginando, hablando sola, apartándome para vivir los momentos con intensidad, dejándome arrebatar por un sentimiento, expandiendo una imagen, besando los libros que me iluminan, apuntando citas, conversando con los demás sobre literatura, intentando llegar hasta el tuétano de la vida, borracha de versos, lúcida, oscura, silenciosa, perdida, locuaz, iluminada, dando la bienvenida al día con un saludo de estrofas o empapándome de la melancolía del atardecer; soy la niña que sigue jugando con esa música que contiene el poema, y solicito su compañía cuando estoy casi dormida o casi desvelada, sola o acompañada.
Mis poemas están hechos de renuncia, entendida esta como espigar cuidadosamente cada palabra, dejar de lado lo manido para quedarse con lo esencial. Siempre recuerdo esta frase de Enrique Gracia Trinidad, “ya se puso estupendo”, él la utilizaba cuando leía a un poeta grandilocuente, que solo se mira el ombligo, que abusa y manosea los adjetivos solo para sacar a relucir que tiene un gran vocabulario. Cada vez que caigo en la tentación de ser “estupenda”, también tengo presente el verso de Huidobro, “el adjetivo, cuando no da vida, mata”. He aprendido que en cada verbo está contenida la potencia del lenguaje, que son el fuego y el oro del poema, y que un sustantivo puede brillar con mucha fuerza cuando se ofrece en el momento adecuado y apela a lo particular. Pero creo que uno de los elementos que más valoro en la poesía es la musicalidad, el ritmo, el equilibrio entre lo explícito y lo secreto.
He estado en muchas ciudades, he conocido a mucha gente, he vivido circunstancias benéficas y sombrías, todo ha ido cambiando en el camino una y otra vez, lo único constante ha sido: esta necesidad vital, este deseo de analizar, de elevar, de pesar, de medir, de cronometrar la realidad, el paisaje, los mundos subterráneos de las emociones a través del lenguaje. Y he escrito con conciencia, con angustia, con placer, en éxtasis, oculta de los otros y en medio de multitudes, sin pudor, dominando la euforia, corrigiendo mientras creaba, o dejando que fluyera el caudal de pensamientos. Siempre he escrito para mí, para acompasar el silencio, para saborear entre susurros la palabra y luego liberarla, decirla en alto, llenar la caracola del oído de ese mar que componen las sílabas y las frases, y pedir al espacio que las pula, las talle, las perfeccione con sus herramientas: reposo (para que respire), distancia (para corregirla adecuadamente) y tiempo (para verla con los ojos del sosiego).
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