ELOGIO DEL ARTE DE LAS RESEÑAS
A mis queridos Ángel Olgoso, Miguel Arnas, José Luis Gärt, Gregorio Dávila de Tena, Jesús Cárdenas, Ana Isabel Alvea Sánchez, Jose Antonio Santano, Álvaro Salvador, Nélida Cañas, Agustín Pérez Leal, Pura Fernández Segura, Santos Domínguez Ramos, Jimy Ruiz Vega, Custodio Tejada, Ivonne Sánchez Barea, Luis Cerón, José Abad, Javier Gallego Dueñas, y a tantas amistades que ejercen esta labor desinteresadamente.
"Imagínate que no es necesario que nadie te resuma nada, que nadie te adelante lo que resonará después en tu cabeza; que no es preciso que extienda ante tu escucha una serie de aromas sobre platos colmados que luego degustarás. El lector sabe muy bien que la opinión del reseñista no pesa lo suficiente, que su discurso se desvanece ante el impacto de una imagen potente de una portada, o ante el listado de los libros favoritos de ese año, o ante cualquier campaña bien orquestada por los grandes sellos editoriales. El apresto de su prosa que desea sostener el entusiasmo por un libro denso, trabajado y original se destensa rápidamente. Lector y reseñista creen –quizás en lo más hondo de sí mismos− que lo verdaderamente importante no es el ascua que encenderá una reseña, no es esa chispa-invitación que vivirá unos instantes (tal vez unas horas) y que permitirá una relación especial con un libro. Son capaces de asegurar que lo más importante es: esa obra única que el lector inventará en su cabeza a partir de su desbroce. Cadena de hallazgos, reminiscencias, encuentros.
Los reseñistas escriben tan solo para sentir que son partícipes de esa intimidad. Intentan hacer las presentaciones correspondientes, ayudan a levantar una armazón etérea −pero cierta−, un edificio único que materialice la creación. Los que reseñan buscan elaborar un salón de espejos, un juego de ecos entre montañas. Se sacian con el hecho de pensar que sus apuntes pueden contener alguna pieza de hierro, de cemento, o la argamasa para construir ese puente hacia la ermita de las palabras.
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No sé si fue bajo el influjo de mi compañero, el escritor Ángel Olgoso, que comenzó mi afición por escribir reseñas y otros géneros afines (cercanos al ensayo y la reflexión); no sé si fue al quedar maravillada por la posibilidad de crear una especie de obertura, un esbozo delicado y preciso −al modo de Da Vinci−, algo que se asemejara al arte; no sé si deseé que un aroma penetrante y avivador fuera invitando a los comensales a la mesa del libro; o si la excitación lujuriosa que me produce la textura del papel hecho piel y vivencia era tan poderosa, que deseé convertir ese fuego en una llamada a la jauría para devorar la carne fresca de tales palabras encontradas.
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Cómo leer un libro con todo lo que ello implica: bucear en él, disfrutarlo y comentarlo, apuntar alguna frase −o verso− que no deseamos olvidar, leer en voz alta algún pasaje a nuestros amigos o pareja y… nada más. Cómo leer sin desear que en ese espacio que destina la mente a lo nuevo que llega, sólo quede un eco difuso (aunque envuelto de sensaciones intensas), un aroma, una suerte de recuerdo o estela que ese volumen nos dejó. Quizá el espíritu heredado de mi padre de dejar constancia material y detallada de todo lo que pasa (dentro y fuera de nosotros), ese hábito suyo de hacer listados de propósitos, largas enumeraciones de retos pendientes, de llevar a mano libretitas guardainstantes me lleva, en estos momentos en que la lectura es para mí un acto cotidiano y necesario, a querer escribir mientras leo, a desear apuntar sinergias que oscilan con la lectura, a soñar con retener −de forma más contundente− la esencia de cada libro que llega a mis manos. Sirvan estas palabras para justificar mi impulso como reseñista. Pero luego, viene esa sensación de lo expansivo, una visión social y amigable: el crear un abrazo hecho de palabras, el querer compartir la luz que han desatado las páginas en las que me hundí por unos días o semanas.
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Necesitas un libro, no cualquiera: el oportuno, el justo, el personal, el que te refleja, el que te corresponda con amorosas claves, el que te lleva hacia una especie de trance, el que hace casi delictivo el hecho de apropiarte de otras sensaciones, de otras soluciones a conflictos, de otros mundos y paisajes. Y buceas en medio de poemas e historias, y te acuestas con ellas, y fabulas sus derivas.
Los tímidos escritores de reseñas nada piden y nada cobran, no obtienen rédito alguno más que el de imaginar la posibilidad de que se forme un árbol vivo en su interior, un volumen que multiplique las luces de la lectura como un caleidoscopio. Si esto se cumple, ya se dan por satisfechos porque comentaron, remarcaron o ampliaron un pasaje de ese camaleónico invento hecho de tinta, porque ha sido las matronas de ese ser inexacto y cambiante que alumbra la lectura.
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Todo el que lee está sumergido en una búsqueda, pone a funcionar su capacidad de asombro, se embarca en la aventura de transitar por los latidos de otras mentes, suma el movimiento interno de su inquietud a esa ola que el/la poeta han elevado al escribir, han puesto en marcha para todos. Leer es seguir activo, ávido, curioso, inquieto levantando interrogantes, obsesivo debatiendo en la intimidad. Es tratar de encontrar en las fricciones de la lectura: luz, una clase de paz o de movimiento interno y, en especial, un verdadero cambio. Y dentro de la avalancha de voces leídas, algunas dejan un bellísimo destrozo vital, algunas −solamente algunas− ponen patas arriba las convicciones. Son pocos libros pero existen. Por eso, cada reseñista quisiera encontrar y recomendar un texto revulsivo, que se acerque con toda su fuerza a aquello con rostro de verdad.
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El reseñista lee con fruición, apunta sin descanso, concluye, extracta y encapsula la sustancia de todo lo que deja que recorra su vista. Luego ordena las estanterías de su mente, la avalancha de párrafos que en su interior se agolpan. Se funden sus palabras con aquellas del autor que ha leído, ya no sabe dónde está el límite, en qué lugar se cruza la imaginación de Kafka o de Pizarnik con la suya, dónde comienza su mirada, dónde la foránea creación.
Y, anónimo, levanta textos híbridos, traza rutas para que los que duermen se despierten y vayan tras el ámbar que los libros contienen. En su vida todo es carestía, es gris la cuadratura dominante, es de color plomizo su futuro, escasea el dinero, nadie paga las páginas que alumbra, pero en su territorio de gentiles vocablos ordenados, extendidos cual sábana secándose a los aires, hay una miel secreta, un zumo delicioso que degusta cada vez que relee esa reseña escrita en sus desvelos, y siente que posee esa especie de alma de los libros leídos.
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Ojalá este impulso mío que ha sido tantas veces puesto sobre el papel, sea perdonado por los lectores con mirada académica que buscaban en mis reseñas un análisis sintáctico, morfológico o cultista. Mi mirada será siempre la de una lectora impresionada y activa, sentimental y reflexiva y, sobre todo, entusiasta que desea recoger la “médula” de cada trabajo literario. Y, ojalá, poder así vencer un poco al tiempo, poder luchar contra la desmemoria y los olvidos. Sólo encontraréis la conciencia de una reseñista que realiza con humildad su trabajo, y a la que no le importa derrochar horas y libretas en ese generoso desbordamiento fruto de las lecturas".
(Marina Tapia)
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