domingo, 17 de marzo de 2024

Reseña de "Corteza" en la revista Paraíso

Todo un placer recibir el regalo de esta reseña de “Corteza”en el número 22 de la revista Paraíso escrita por Álvaro Salvador, en la cual recoge y sintetiza maravillosamente la esencia del libro. Muchísimas gracias a este gran maestro y amigo.




“Marina Tapia (Valparaíso, Chile, 1975) desde su llegada a España en el año 2000 se ha ido construyendo una sólida trayectoria como poeta y artista plástica. Pero ha sido sobre todo en esta su última etapa de residencia en Granada cuando se consolidó su voz más personal. Ha publicado hasta ahora una decena de libros de poemas y ha cosechado algunos de los premios más importantes que se convocan en esta disciplina. Uno de los tres últimos es esta magnífica ‘Corteza’ que nos disponemos a comentar ahora.

El concepto que la autora utiliza como título y como núcleo central de la argumentación que el poemario desarrolla, es un concepto muy querido por mí y que he utilizado en algún libro para intentar definir mi propia poética. En una primera acepción, el diccionario nos habla de la corteza como una piel vegetal y alimentaria, pero en seguida remite también a lo carnal e incluso a lo espiritual: «exterioridad de una cosa no material». La corteza, pues, se asemeja a una coraza que reviste, que protege, pero que también separa, e incluso oculta de las amenazas exteriores, lo más valioso o lo más débil. Así lo señala la autora en el poema del mismo título: «Te acostumbré / corteza, / cuerpo mío ,/ a ser enmudecido, / a la resignación, / al cerco / y, en la mesa, / dejar

que te engulleran / los chacales. / Marcada como res, / carnada para otros, / giraba sobre ruedas ya montadas. / Fui durmiendo a mi savia, su soltura, / aletargando el paso/ hacia mí misma».

El libro, introducido por un prólogo muy iluminador de Cristina Grisolía, se divide en dos partes: «Raíces hondas» y «Ramas altas». En la primera parte, el punto de partida creo que se señala en el poema «Nenúfar en el fango»: «En espacios ajenos, / en un cuerpo asignado, / de alquiler a la muerte / vivo // sin mí y en mí». La herida de la condición está señalada por el color rojo, tal y cómo se describe en el siguiente poema sin título: «Siento este rojo en el rostro / color de la vergüenza de mi especie… // que no existe un color que nos gobierna / que no existe la ira/ que no existe tortura». La causa parece estar en las «voces» del patriarcado, de los «didactas» y así lo señala la autora haciendo un recorrido por las distintas contradicciones de su educación, individual

y colectiva: las voces del sacerdote, del dictador, del padre, del compañero y, en definitiva, del varón: «Quiero romper su reino / de cruces y de culpa, / desatar lo que ayer fue sometido, / andar a tientas, sola / pero libre».

Desde ahí, la lógica del poema se despliega en busca de la identidad del personaje poético, «buscadora de espejos en un mundo de hombres». Y esa búsqueda exigirá riesgo, agotarse hasta el límite: «sabré quien soy al límite, en el filo», nos dice en el poema «Hierba que crece en el luto». Para desembocar inevitablemente en el fracaso del dolor: «Soy esa conjunción de mis dolores / el vuelo sobre el suelo del fracaso». En ese camino de perfección, o liberación, el primer paso consistirá en «despojarse del peso de la imagen», de la imagen adquirida en el espejo de los hombres: «vivir sin piel // vestirme o desvestirme de mí misma». A partir de ahí, la diferencia, la nueva imagen la marcará el cuerpo, el cuerpo de mujer: «Buscadme en el acero de mi cuerpo», dice

en el poema «Cabeza de tormenta». Y en ese camino, apoyada en uno de los tópicos más recurrentes de la poesía tradicional, el árbol, surge de nuevo la imagen de la corteza con un sentido nuevo y —por qué no— pleno, la corteza entendida como la piel, el revestimiento material, pero sobre todo la corteza entendida como una frontera espiritual, ideológica, política: «Definitivamente me apodero / de toda mi corteza / de todo el territorio de mi vida». No es de extrañar, por tanto que el siguiente poema, titulado muy significativamente «Reafirmación» comience diciendo que «ya no me miro al modo de los hombres».

La segunda parte, titulada «Ramas altas», integra una colección de ocho poemas dedicados a distintas figuras femeninas, esas guías que la autora buscaba en el poema «Encargo»: «Una voz semejante / una voz de mujer que nos guíe…» Y esas voces semejantes las componen un grupo de figuras literarias integrado por la Dickinson, la Pardo Bazán, María Zambrano, Gabriela Mistral, Adrienne Rich, pero también por otras más desconocidas como «las mujeres represaliadas», Ana Mañeru, Estela… en definitiva un coro de mujeres que la afirmen en esa nueva juventud que pervive en la garganta. En ese eco del discurso guía femenino que quiere ser, ella espera encontrar la «paz y la palabra» como afirma en el poema dedicado a Gabriela Mistral.

Y la epifanía, el logro final de ese camino de perfección y liberación, se materializa en los dos últimos poemas del libro, en «Celebración»: «Mi mente y su gobierno reverencian / a la mujer madura que conformo». Y, sobre todo, en el poema final «Verbo que sobrevive», en el que se asume la doble condición de la voz del poema, la de mujer y de escritora, doblemente creadora de vida: «Soy mujer / que pare con conciencia / criaturas que puedan / caminar por el mundo, / caerse, rebelarse, decidir».”

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